Arquitectura y Humanidades

Propuesta académica
 

 
Recomendaciones para la presentación de artículos y/o ensayos.

Meditación sobre la casa de Luis Barragán

María Isabel Arenillas Cuétara

Allá en el fondo de la vieja infancia eran los árboles /
el simulacro de río la casa tras la huerta /
el sol de viento que calcinó los años /
Un desierto que hoy se sigue llamando Tacubaya...
José Emilio Pacheco, " Tacubaya, 1949

 

La casa, para quien la mora y, en ella demora su ser, constituye el centro de su mundo; sitio del que es posible partir hacia lo abierto del mundo y al que siempre es posible volver de la intemperie. La casa es espacio concebido, espacio vivido, espacio ensoñado en el que desembocan todos los caminos del mundo.

La casa es el espacio que permite, en su cobijo y en su abrigo, resguardar los sueños; resguarda el soñar, una práctica que remite a la infancia, independientemente de los contenidos del sueño, de los sueños.

La casa se erige como espacio sagrado, como espacio que por derecho sensible y propio se sustrae a la indiferencia y a la homogeneidad intercambiable del mundo. La casa es sagrada en la medida en que se instituye aparte, distante del espacio profano, del espacio exterior.

El espacio de la casa, en consecuencia, es cualitativamente distinto; en otros tiempos, el espacio del mundo se encontraba señalado, marcado en algunos sitios por la presencia de entidades sagradas, en este o en aquel lugar, nunca en todas partes y a un tiempo, a cada instante. La casa como huella de habitabilidad "en medio" del espacio indiferente del exterior. Toda casa, aun en la edad adulta de quien la mora, es la casa de la infancia, centro sensible y concreto del mundo.

La casa se encuentra en el centro de toda lejanía, es decir, en ella todo es proximidad circundante. La lejanía nunca es tan "lejana" como en relación a la casa y, asimismo, nunca la "proximidad" tan cercana. Cuando se le habita sensiblemente, la casa conjura todo posible desarraigo.

Podría decirse, incluso, que la posibilidad de que el hombre despliegue sus más extremas y auténticas posibilidades, depende del medio propicio que le salvaguarde de las amenazas y de las distracciones del mundo, es decir, la casa. Se trata de un espacio que en términos ideales debe ser creado por el propio morador, en este caso un artista y arquitecto (el arquitecto como soñador privilegiado de espacios habitables, concebidos en relación al hombre, y en este caso, a sí mismo).

La casa tiene una misión de sustento, abrigo, amparo, y apoyo que permite que quien la mora sea a plenitud en la medida de sus posibilidades.

La relación del hombre con la casa reside en su habitar como un estar, vinculado sensiblemente con el espacio más íntimo. El habitar supone un efecto de pertenencia recíproca: se manifiesta como quien mora una casa es habitado por ella, al tiempo que éste la habita.

El espacio de la casa, del hogar, es determinante ya que puede afirmarse que el sentido del mundo y sus objetos se encuentra determinado -por contraposición, por analogía- por el sentido de la casa que se habita. Así, el habitar es una actividad que determina la relación del morador con el mundo (y consigo mismo).

Espacio habitable por excelencia, la casa aísla en el recogimiento y salvaguarda de las amenazas del mundo; asimismo y sobre todo, permite permanecer, estar, al tiempo de experimentar una estancia investida de cualidades. La casa se ofrece como el lugar en que el hombre puede reconciliarse con su carácter mortal y contingente, puede permanecer mientras dura la vida.

Habitar implica, además, establecer una relación distinta con el tiempo que tiene lugar en el espacio exterior; permite sustraerse a ese tiempo en el que la velocidad imposibilita la experiencia del recogimiento, de la soledad, de la reflexión, de la oración. Habitar permite la posibilidad de pensar, puesto que pensar requiere tiempo, como lo requiere la posibilidad de sentir; supone también, la posibilidad de prevalecer con firmeza, de vincularse con la tierra en la medida en que el morador se arraiga en la estancia. Habitar supone, igualmente, un espacio habitable, determinado.

La casa: cerco fronterizo de lo habitable, cerco que resguarda del mundo y que lo somete, conteniéndolo, manteniéndolo a distancia, y en todo caso, permitiéndole su ingreso cauteloso, discriminado a través de puertas, ventanas, tragaluces...

El muro, especialmente, simboliza el principio de la realidad del habitar, a la manera de un límite no donde acaban las experiencias, sino donde comienzan de otra manera; en este sentido, el muro sería un principio de referencia a partir del que morador ordena su existencia, se ordena a sí mismo.

Se trata de una sobriedad que se refleja incluso en los muebles que hacen habitable la casa; muebles que nos hablan de la vida del morador, de sus actividades, de sus costumbres de descanso, de los momentos y espacios de reflexión, del rito del comer; muebles igualmente adustos, sobrios, sin ornamentos. La puerta es la evidencia, sobre todo en la casa de Barragán, de que el hombre se significa por crear e imponer límites que marcan la separación entre lo familiar y lo extraño, entre el reposo y la actividad, entre la vida doméstica y la posibilidad de la aventura.

En la simplicidad de su trazo recto y ascendente, la escalera permite acceder a un espacio que a su vez se abre a la luz y en el que la propia luz crea un volumen que, paradójicamente, pareciera cobrar una consistencia y un cuerpo de oro, al tiempo de invitarnos a transitar hacia ella, a través suyo. Esta escalera, como cualquiera, en primera instancia supone un movimiento de ascensión, un alejarse de las raíces de la casa, o si se quiere, un mantener pie o piso, mientras se aleja uno de dichas raíces, en que la casa encuentra apoyo. Por oposición y complemento, en la casa de Luis Barragán esa escalera confirma el hecho de que la casa está rotundamente arraigada. Si hubiera escaleras para subir y escaleras para bajar, distintamente, no sabría decirse cuál sería la clara vocación de esta escalera, a dónde querrían llevarnos sus peldaños.

...o una escalera también adosada al muro, estrecha, a la manera de un sendero que asciende sin titubeo alguno, que invita a una ascensión serena y parsimoniosa; escalera que pareciera reproducir, a contrapunto, la rítmica disposición de los polines que sostienen el techo, para desembocar en una puerta de inaudita sobriedad, a través de cuyo antepecho se adivina, acaso de la mano de un murmullo, otro espacio de acosamiento.

A través del vano rotundo de la ventana, de piso a techo, abarcante muro de cristal -cuya cancelería en cruz pareciera sostener, con modestia y ligereza, tanto el techo como los muros-, con pie firme y lento entra el jardín a la casa, ¿o acaso debiera decirse que sale la casa, y su morador con ella, al espacio enjardinado en que árboles y follajes recortan y sostienen el cielo? Esta ventana ofrece a la mirada la posibilidad de unir, en la sensación, en los sentidos, el espacio interior de la intimidad "más íntima", con otra, que es parcialmente la del mundo, pero al interior de los límites protectores de la casa.

Sobra decir que no se trata de un espacio plenamente exterior, que no se trata del espacio mundano, sino de un espacio que, participando del mundo (por ejemplo, a través del cielo e incluso de un lejano bullicio), ofrece la posibilidad del reposo y el relajamiento, de la quietud de espíritu, y de un dejarse estar. Espacio que invita, asimismo, a la reflexión y al trabajo; espacio que distrae de la distracción al incorporar al mundo, sosegadamente, a través del jardín, y en el que la atención puede reposar libremente a su antojo... Ahí están el atril, la mesa y sus sillas, ahí parecen reposar; en otro tiempo fueron testigos silenciosos del cuerpo y del espíritu del morador, al igual que de ese jardín que, como el poema de Xavier Villaurrutia, cuyos versos influyeron en Barragán, invitan al "Remanso":

Este jardín tiene alma melancólica, tibia
y perfumada como de humilde madreselva,
hay en sus callecillas una quietud que alivia
y es tan bueno que siempre me convida a que vuelva.

Yo persigo, sentado al borde de la fuente.
la calma que mitigue mi avidez de recuerdo
y brilla entre mis labios el rojo que nos siente
el sangrar de una rosa que distraído muerdo.

Se va perdiendo el eco de la última llamada
al rosario en la iglesia cercana, húmeda, vieja;
Yo salgo del jardín y me asusta la helada
sensación de los hierros en la intrincada reja.

Afuera todo cambia: hay bullicio y mentira.
siluetas de mujeres que a la capilla corren
y muchachos que juegan al afloja y estira
y ruidos y mentira...

Yo quiero que se borren
mis recuerdos en las calzadas del jardín,
y regreso y encuentro la reja menos fría,
y en la glorieta encuentro tranquilidad al fin.

Este jardín tiene alma idéntica a la mía...

Abierta al cielo, es decir, a los diversos cielos de las estaciones del año; abierta a un cielo que, en el momento en que Barragán construyó su casa, sin duda pertenecía "a la región más transparente del aire" , la terraza se encuentra salvaguardada por muros cuyos colores - blanco, rosa, naranja, gris de piedra- parecieran contener, con distintas rotundidades y elocuencias, el espacio que cercan, pero sólo para abrir al cielo, para invitar al cielo a la mirada. La terraza, a la que se accede por una puerta estrecha, dispuesta a permitir el paso de un solo cuerpo, o de los cuerpos en una ordenada procesión, de golpe irrumpe como espacio a un tiempo íntimo y abierto; espacio estimulante, a cielo abierto y ofrendado a la luz, que también dispone al recogimiento y a la soledad; asimismo, espacio solidario con la naturaleza, con el azul espumante y solar de los cielos, con la bóveda nocturna de los astros, casa que tiene por otro techo, invisible, al firmamento.

María Isabel Arenillas Cuétara