Arquitectura y Humanidades
Propuesta académica

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Los Habitantes de la Alhambra

A menudo he observado que cuanto más soberbios y elevados han sido los ocupantes de un mansión en sus días de prosperidad, más humildes y modestos son los que habitan en el tiempo de su decadencia, y que, por lo común, el palacio de un rey termina en el albergue de pobres y harapientos mendigos.

La Alhambra pasa por una transición rápida de esa naturaleza. Tan pronto se pronuncia el caimiento de un torreón, llega a sus puertas una familia andrajosa que se convierte en su dueña y poseedora, compartiendo las habitaciones con los mochuelos y los murciélagos que ya se habían adelantado a anidar allí, y colgando sus harapos de las ventanas y de las cornisas, que ostentan estos jirones como señal indeleble de la pobreza a que han llegado. Me ha entretenido estudiar algunos de los abigarrados tipos que han usurpado de ese modo esta histórica morada de la realeza y del señorío, y que parecen colocados en ella expresamente para dar final burlesco al drama de la vanidad humana.

Uno de esos tipos hasta lleva en sí la irrisión de apodarse con título regio. Es una viejecita, María Antonia Sabonea, llamada "la Reina Coquina", por lo arrugada y encorvada, amenazando plegarse a cada paso que da. Demasiado diminuta es para bruja, pero bruja debe de ser por cuanto de ella voy conociendo, sin que, por otra parte, nadie sepa cuál es el origen de esta mujer. Su habitación, reducidísima, está bajo la escalera exterior del palacio. María Antonia acostumbra a sentarse en el corredor de piedra, siempre frío, dando trabajo a sus agujas, cantando desde que amanece y con una burla lista en los labios para todo el que acierta a pasar a su lado; aunque es de las mujeres más pobres que he conocido en mis andanzas por el mundo, es también de las más decidoras. Su gran mérito es el don que posee para referir cuentos y fábulas; creo que sabe más historietas que la inagotable Sheherezada de Las mil y una noches, y algunas la he oído contar en las tertulias de doña Antonia, en las cuales hace aparecer de cuando en cuando su desmedrada figura. Que esta misteriosa viejecita debió poseer algún filtro hechizado, aunque sólo fuera para los amores, demuéstralo su gran suerte, como califican las demás mujeres de la vecindad la circunstancia de que, no obstante ser casi enana muy fea y pobre en extremo, haya tenido nada menos que cinco maridos y medio, según las cuentas de la propia María Antonia: cinco muertos uno tras otro, y el medio un soldado de caballería, muerto también, pero antes de casarse, durante el noviazgo.

Personaje rival de esta reina hechicera es un viejo corpulento, con la cabeza redonda, que luce su rancia apariencia tocado con un morrión de hule adornado con roja escarapela. Es uno de los hijos legítimos de la Alhambra; ha vivido aquí cuantos años cuenta, llenando diversos cometidos, como corchete, sacristán, marcador en juegos de pelota. Es tan pobre como una rata, pero altivo y vanidoso a pesar de sus andrajos, jactándose de descender de la ilustre casa de Aguilar, de la cual nació el Gran Capitán Gonzalo de Córdoba. Aunque lleva el nombre de Alonso de Aguilar, tan célebre en los anales de la Conquista, la gente de la fortaleza apenas le llama otra cosa que el Padre Santo, por el morrión que se eleva como tiara sobre su cabeza. Es caprichoso ridículo del sino ofrecernos un descendiente del gran Alonso de Aguilar, espejo de los caballeros andaluces, en la grotesca persona de este hombre que arrastra mísera existencia en la arrogante fortaleza que su antecesor contribuyó a subyugar. Consuélenos pensar que también ha debido ser igual a la suerte de los descendientes de Aquiles y Agamenón si llevaron sus vidas por las ruinas de Troya.

En esta heterogénea comunidad, la familia de mi elocuente cicerone mateo Ximénez forma, por su número al menos, parte importante de la interesante sociedad del castillo. No es infundida la pretensión que alienta de ser "hijo de la Alhambra"; sus ascendientes han habitado en la fortaleza desde los años de la Conquista, soportando con dignidad una penuria hereditaria de padres a hijos, de ninguno de los cuales se sabe que poseyera un maravedí. Su padre, cintero de profesión, que sucedió al sastre centenario como cabeza de familia, cuenta ya setenta años de edad y vive en una casuca de juncos y estuco, que él mismo se ha construido sobre la puerta de hierro de la ciudadela; por mobiliario, una cama desvencijada, dos sillas, una mesa y una cómoda, que, además de la escasa ropa de sus dueños, guarda los "archivos de la familia", consistentes en documentos de pleitos sostenidos por diferentes generaciones y de los cuales puede deducirse que, no obstante el eviente buen humor y la incuria y dejadez de los Ximénez, son de casta litigiosa; entablaron muchos de los procesos contra vecinos murmuradores de la pureza de su sangre y que les negaban su alegación de cristianos viejos sin mezcla con judíos no con moros. No me extraña la escasez pecuniaria de esta familia; en corregidores, en escribanos y en alguaciles gastó el dinero que llegaba a sus bolsas. El orgullo del albergue es un escudo suspendido en la pared, en el que relucen los cuarteles de las armas del Marquesado de Caisedo y de otras varias casas nobles a cuyos linajes se vanaglorian de pertenecer los Ximénez de la Alhambra, tan azotados siglos y siglos por la precaria y angustiosa necesidad del momento.

En cuanto al propio Mateo, que ya cuenta treinta y cinco años, no ha sido ocioso en perpetuar su línea y en continuar la poquedumbre de la familia; su esposa le ha dado numerosa prole, recogida toda en destartalada vivienda. Cómo resuelven el diario problema de la vida sólo puede decirlo Dios, que penetra en todos los misterios. La subsistencia de una familia española de esta clase ha sido siempre para mí enigma insoluble; pero el caso es que esa desgraciada gente vive y, más aún, que parece gozar de la vida. La esposa de Mateo hace su salida diaria al Paseo de Granada, con un niño en los brazos y media docena de pequeñuelos pisándole los talones; el mayor de sus descendientes, una chicuela que ya va siendo mujer, se adorna con flores el cabello y baila airosamente al chasquido de las castañuelas.

Hay dos clases de seres humanos para quienes la vida resulta una larga y continuada vacación: los muy ricos y los muy pobres; éstos porque, careciendo de todo, nunca tienen nada que hacer; aquellos porque todo lo poseen y nada necesitan. Pero nadie hay en el mundo que atienda mejor que la pobretería en España el arte de no hacer nada y de vivir de nada; el clima del país contribuye con la mitad, el temperamento de las gentes aporta la otra mitad. Dad, en efecto, a un español la sombra en verano, el sol en invierno, un trozo de pan, ajos, aceite y garbanzos, una vieja capa y una guitarra, aunque no sea propia, los sones de la guitarra, ¡y que ruede el mundo como quiera! ¡Hablarle de estrechez¡ Para él no es desgracia; la soportan sus hombros sin encogerse, lo mismo que cuando cuelga de ellas la raída capa. El español es siempre un hidalgo, aun en hambre y en harapos.

Laos "hijos de la Alhambra" son modelo perfecto de esta filosofía práctica. De igual manera que los moros se imaginaran que aquí estuvo el paraíso celestial, a veces me siento inclinado a creer que aun alumbran sobre esta miserable comunidad los destellos de la edad dorada; nada poseen y nada les importa, y aunque nada trabajan durante la semana, se da la paradoja de que descansan el domingo, lo mismo que el artesano más afanoso y descansan también los días de solemnidades que la Iglesia señala a los católicos como fiestas de guardar. Jaraneros por naturaleza y por afición, acuden a todos los festejos de Granada, encienden lumbradas en los collados y altozanos la víspera de San Juan y bailan en las noches de luna al tiempo de recogerse las mieses de un campo situado en el recinto de la fortaleza, campo que apenas rinde contadas fanegas de trigo.

Antes de poner punto final a estas curiosas particularidades, mencionaré una de las "diversiones" que más me han llamado mi atención. Muchas veces había observado un hombre, elevado sobre el remate de una de las torres, maniobrando con dos o tres cañas de pescar como si tratara de clavar los arpones en el aire. Perplejo me dejaban estas evoluciones, aumentando mi sorpresa al ver que no estaba solo en esa tarea de pescador aéreo, sino que en diferentes partes de los bastiones se empeñaban otros en el mismo afán. Mateo Ximénez me resolvió el misterio. La magnífica envidiable situación de esta fortaleza la ha convertido, como el castillo de Macbeth en Escocia, en nido prolífico de golondrinas y vencejos que revolotean a centenaras, proporcionando júbilo a los niños que salen de la escuela. Cazar estos pájaros en sus vertiginosos giros, con ganchos que ofrecen moscas como cebos, constituye uno de los deportes favoritos de los "hijos de la Alhambra", que, en su ocio sin fin de haraganes consumados, han inventado el arte de pescar en el firmamento.

Washington Irving